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T.S. Elliot, 1890.

"¿Dónde quedó el conocimiento que hemos perdido en la información y dónde quedó la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?"
(T.S. Elliot, The Rock, Canto I, 1890)

viernes, 21 de agosto de 2009

Otros aprendizajes: Utopías y realidades.

¿Era del conocimiento? Utopías y realidades*
Autor: Pablo Latapí Sarre
Transcripción libre de Pasajero en tránsito de la 
Memoria del Evento, coordinada y publicada por Don Fernando Solana.


Introducción


Empiezo confesando que, con los años, me he radicalizado. Viendo hacia atrás las décadas en que he seguido los numerosos intentos de reforma de nuestra educación y comprobando sus magros resultados, constato que no hay proporción entre los recursos y energías que empleamos y los resultados que obtenemos. El desencanto desemboca en varias preguntas: ¿Qué no hay otra manera de abordar la reforma del sistema educativo? ¿No es tiempo de intentar caminos nuevos, más radicales? ¿No se está agotando el tiempo y nos quedaremos definitivamente rezagados?


Por esto me dio especial gusto recibir la invitación –que agradezco a los organizadores- para tratar aquí precisamente de “otros aprendizajes y las utopías”. Expondré cuatro reflexiones que se desenvuelven naturalmente en torno a este tema.


Los sistemas educativos han privilegiado el conocimiento racional.
Esto se debe, creo, a dos cosas: a la conciencia que tenemos de que lo distintivo de nuestra especie es el conocimiento racional y a que, en el fondo, la escuela ha tenido una orientación hacia la producción.


Lo primero es claro: al menos desde los griegos (me refiero sólo a Occidente, el Oriente es otro mundo) –sea por el “animal rationale” de Aristóteles, sea por la dicotomía “espíritu-cuerpo” de Platón y San Agustín- ha dominado la conciencia de lo que somos a lo largo de veintitantos siglos un imaginario colectivo en el que se afirma la razón como lo específico del ser humano. Esta autoconciencia, agudizada por el Renacimiento y la Ilustración, reforzada por el método científico y sus impresionantes resultados, e impulsada ahora por las tecnologías de la información, nos sigue empujando a orientar nuestros esfuerzos educativos hacia la llamada “sociedad del conocimiento”. Siempre el conocimiento.


La otra razón también ha estado presente: en el fondo la principal fuerza que ha conformado los sistemas educativos ha sido el propósito de formar seres humanos adaptados a la producción: importa que adquieran conocimientos útiles y las habilidades formales para manejarlos y aplicarlos. La razón práctica, instrumental, ha presidido y sigue presidiendo el diseño curricular, la organización de la clase y nuestras aspiraciones educativas.


Por esto hoy el debate sobre la calidad se centra en el aprendizaje de conocimientos. Si Canadá o Finlandia o Singapore sacan los primeros lugares en el TIMSS o el PISA es porque sus alumnos aprenden mejor los conocimientos prescritos por la ideología eficientista y empresarial de “calidad total”.


Uno se pregunta: ¿Y lo demás? ¿No debiera la calidad educativa reflejar la calidad de vida? Recordemos el verso de T.S. Elliot: “¿Dónde quedó el conocimiento que hemos perdido en la información, y dónde quedó la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?” (The Rock, Canto I.) ¿No hemos olvidado que una cosa es información, otra conocimiento que procesa, comprende y argumenta, y otra sabiduría –y que es esta última la que incluye la búsqueda del sentido de la vida humana y de las otras pocas cosas que de veras importan?


¿Qué sistema educativo educa hoy para comprender el dolor, el propio y el ajeno? ¿Cuándo se nos educó para la ternura, para la comprensión del otro, para la relación significativa con los demás, para dominar la angustia o disfrutar de la belleza? ¿Cuándo para afirmar la esperanza o para enfrentar la muerte con entereza? Y en el plano de la formación ética, no olvidemos que las éticas no terminan en la justicia; ahí empiezan. Si son humanas no pueden ignorar el mundo de la gratuidad, del don y del regalo, de la esperanza cuando el horizonte se cierra, del consuelo necesario en toda vida humana, de la búsqueda de sentido ante el absurdo, de las trampas que se tienden a la autoconciencia de nuestra libertad. ¿Nos educaron alguna vez para esto? ¿O salimos de la escuela analfabetos en lo importante? ¿Aprendimos en ella en qué consiste la dignidad?


Dice Paul Ricoeur: siguen estando ahí, intocadas por la educación, tres potencialidades humanas: el asombro, la curiosidad y la imaginación. De ahí se derivaría, desarrollar el conocimiento intuitivo, la apertura a lo inédito, el manejo constructivo del absurdo lógico con el que tenemos que convivir. Educar para “lo demás” implicaría despertar al “hombre del deseo” que nos habita en silencio.


Repensar, entonces, nuestra educación desde perspectivas más radicales.
Somos más que conocimiento. Nos es connatural y necesario el mundo de los símbolos. Más que explicadores de fenómenos, somos discernadores de una realidad misteriosa que nos abruma y que trata de develarse en símbolos. Somos sentimiento, vibración ante la belleza, a veces pasión, ternura y piedad, comprensión del otro y afirmación de destinos compartidos; seres necesitados de superar nuestra vulnerabilidad y contingencia. Esto es lo que tendríamos que recuperar de cara al siglo XXI: una educación que enfrente audazmente la totalidad de la realidad humana con sus incertidumbres y contradicciones; sería la base de una nueva ética que nos condujera al sentido del ser humano y ayudara a definir otras posibilidades de nuestra especie.


Además, y por arriba del hombre de la razón, el hombre del deseo que duerme en nosotros, guía de muchas maneras también los caminos de la razón (e interviene hasta en los descubrimientos científicos) y se explaya en el inconsciente, en los sueños, en las artes. Es el “otro” lóbulo cerebral, el reprimido, el del ámbito simbólico, el de los mitos y ritos, el de los signos, los sentimientos y presentimientos, el del ansia de trascendencia, las interpretaciones de la realidad, los mundos infinitos de la poesía y la música.


Hoy la “inteligencia emocional” (Goleman) y las “inteligencias múltiples” (Gardner) se asoman tímidamente a este lado del ser humano. ¿No valdría la pena darle una oportunidad a la educación de adentrarse por estos caminos que quizás nos han estado esperando hasta ahora?


Función de las utopías


“La utopía –afortunadamente- nos acompaña en nuestro azaroso devenir para recordarnos que somos especie inacabada, en camino hacia un futuro superior”.[1] Sin ella no podríamos explicar ni la historia de las ideas, ni el avance de la técnica, ni los descubrimientos geográficos ni el del espacio, ni las artes ni, por supuesto, las religiones. La educación sin utopía sería simplemente inconcebible.
Cumplen las utopías una función crucial para afrontar el futuro: “prolongan las líneas de lo real hasta el punto de poner de manifiesto la banalidad de sus actuales límites o de descubrir sus virtualidades escondidas; develan el fondo decisivo de lo real y orientan el conocimiento hacia lo realmente relevante.” “Las islas imaginarias en que se realiza la felicidad son parte de nuestro universo interior y atraen las brújulas del desarrollo humano futuro. Por esto decía Oscar Wilde que “un mapamundi sin el país Utopía no merecería siquiera una mirada”. Por esto aceptamos –y la frase es de Ernst Bloch- que “la razón no puede prosperar sin esperanza ni la esperanza expresarse sin razón”[2]
¿Qué utopía, entonces, es la que en este arranque de siglo, de enorme plasticidad, puede guiar el pensamiento sobre la educación futura? ¿Qué desmesura de nuestros deseos nos es hoy necesaria para encauzar el desarrollo inédito de las siguientes generaciones? La pregunta está abierta.


Calidad de vida y calidad educativa


La calidad de la vida no es sólo material. No es asunto de la cantidad de mercaderías y del poder que se logra; incluso quien alcanza un alto nivel de riqueza anhela generalmente otras realizaciones y persigue otros valores.


Si estamos insatisfechos con la reducción que hemos hecho de nuestros ideales educativos, coincideremos con la siguiente afirmación de Juan de Mairena, aquel profesor imaginario de Antonio Machado: “La finalidad de nuestra escuela es enseñar a repensar el pensamiento, a desaprender lo aprendido y a dudar de nuestras propias dudas, pues esta es la única manera de empezar a creer en algo.”[3]


Estas ideas e inquietudes no nos son ajenas; en muchos proyectos de reforma hemos regresado teóricamente al ideal de “formación integral” que Torres Bodet registró en el artículo tercero constitucional, con evidente desproporción que desanima a cualquier educador realista, de “desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano”[4]. Pero no hemos dado a esos ideales una verdadera oportunidad. Las “actividades artísticas” ocupan una hora semanal –y marginal- del currículo y aunque hoy hablamos de “educar en valores” e introducir ejes transversales que humanicen y den significado a los conocimientos de las asignaturas, nuestros esfuerzos no pasan de ser tímidas aproximaciones.


Yo propondría una reforma educativa “en dos velocidades”. Por un lado, continuar e intensificar las reformas, principalmente en la formación y actualización de los profesores, orientadas a humanizar los aprendizajes, en la dirección que he comentado; movilizar el inmenso y complejo aparato de un sistema educativo necesariamente masivo y desigual, motivar a muchos maestros escépticos y cansados, inspirar nuevas experiencias; todo esto sería muy importante.


Por otro lado, la “segunda velocidad”: reformas radicales que sólo podrían ser emprendidas con dos condiciones de entrada: ser realizadas por voluntarios y estar exentas de las trabas burocráticas y normatividades convencionales. Serían esos proyectos como focos de efervescencia, lugares de experimentación, exploración de posibles significados que puede tener la educación hoy.


Alguna vez afirmé que las secretarías de Educación debieran ser “ministerios del pensamiento” donde se elabora, discute y propone la identidad de la nación; ninguna otra secretaría puede ocuparse de esta tarea intelectual; por esto es en el artículo tercero donde se plasman las características y valores de nuestra convivencia, el deber ser y el poder ser de México. Este pensamiento teórico orientaría los proyectos experimentales. Pienso en un conjunto de propuestas –al principio pueden ser tres o cuatro, que recojan proyectos que ya se han formulado y garantizan seriedad-, andando el tiempo podrían ser doce o quince-: algunos orientados en la misma línea del “conocimiento” que de ninguna manera hay que excluir, otros en las direcciones del desarrollo no-racional del ser humano que venimos comentando.


No creo, por ejemplo, que se requieran seis años para aprender lo que hoy se prescribe en la primaria; pueden bastar, para algunos, dos con ciertas condiciones; ni que se requieran tres más para aprender la secundaria, puede bastar uno y medio. ¿Por qué no dar la oportunidad, con maestros voluntarios y comprometidos y con alumnos diversos (en unos casos seleccionados por su talento o por ser los más desprotegidos socialmente, en otros escogidos al azar), de aprender bien lo prescrito y emplear el resto del tiempo en aprender todo lo que a los niños y jóvenes se les antoje descubrir? O entre los adultos sin instrucción básica que ya demostraron su capacidad para crear un pequeño negocio o implementar otras estrategias de supervivencia ¿por qué no aceptar la definición que ellos han hecho de lo que es “básico” y ofrecer a otros integrantes del “rezago educativo” condiciones favorables para seguir caminos semejantes?


Si hay algo hoy evidente es que los niños y jóvenes que se aburren en la escuela aprenden mucho, con avidez y entusiasmo, en otros ambientes: en internet, en el cine, en los grupos que ellos mismos organizan; ¿por qué no convertir la escuela en lo que ellos quieren que sea?


Los otros proyectos radicales, los orientados a desarrollar el lado no-racional serían más fascinantes. No necesariamente se disociarían del desarrollo intelectual; se puede, por ejemplo, profundizar en la función que han tenido la intuición y los símbolos en el desarrollo de las ciencias, o reivindicar a partir de la enseñanza de la música la relación de ésta con las matemáticas y la astronomía (como ya lo hacía el “quatrivium” medieval), o partir del estudio de las religiones para penetrar en el mundo de los relatos míticos, los símbolos y los ritos; se puede explorar la historia de las civilizaciones, de la mano de Toynbee, y desentrañar las constantes y diferencias en las formas como las civilizaciones han expresado las aspiraciones más profundas de los seres humanos. Se puede leer poesía e interpretarla y crearla, dominando el lenguaje y la forma y compartir las experiencias de los grandes clásicos y los grandes contemporáneos.


En estos proyectos no hay límites a los temas, ni a la imaginación del educador, a sus inquietudes y capacidades; lo que importa es su orientación, su propósito.


Conclusión


El momento actual es de gran plasticidad. Aunque el neoliberalismo triunfante proyecte su sombra sobre los sistemas educativos, lo cierto es que carece de una filosofía de la educación; sólo asemeja los servicios educativos a las mercaderías, el aprendizaje al consumo y el alumno al cliente; sólo aplica sus criterios sobre inversión privada e intervención del Estado al gasto social; de ahí no pasa. Su concepto de libertad humana se reduce a modelos de elección ante artículos de consumo; un concepto de “dignidad humana” basado en valores trascendentes le es completamente ajeno. Si fuéramos secretarios de Educación, le daríamos hoy una buena oportunidad al pensamiento utópico y, aunque fracasáramos, nos quedaría la satisfacción de haber abierto horizontes a las generaciones que vienen atrás de nosotros. Esto es lo que me permito proponer a Ustedes para nuestra discusión hoy.

*6º Coloquio Internacional, organizado por el FMEyD, 17-18 de noviembre de 2003, FCE, México, D.F.
[1] Esta cita y otros encomillados en este apartado son de: Latapí, Pablo, Las fronteras del hombre y la investigación educativa, en: Consejo Mexicano de Investigación Educativa, IV Congreso Nacional de Investigación Educativa, Mérida, Yuc., Vol.: Conferencias Magistrales, pp. 13-23, 1996.
[2] Bloch, Ernst, El principio esperanza, Vol. II y III, Biblioteca Filosófica, Madrid, Aguilar, 1980, Vol. II, p.1.
[3] Machado, Antonio, Juan de Mairena, dos volúmenes, Edición de Antonio Fernández Ferrer, 4ª. Edición, Madrid, Cátedra, 1999, Vol. II, p. 43.
[4] La Ley General de Educación (art. 7) define como un fin de la educación “contribuir al desarrollo integral del individuo para que ejerza plenamente sus capacidades humanas”.

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